Por Carlos Alberto Pérez Aguilar
Eran las 2:30 de la madrugada, caminaba por la Gabino Barreda. Qué podía haber de diferencia entre los otros días y ése, qué podía cambiar en una ciudad que a esas horas de la noche parece fantasma.
A excepción de las prostitutas, borrachos, enfermos, taxistas, estudiantes, periodistas y yo, todos dormían en Colima, sólo las luces de las farolas medio iluminaban el camino que me llevaría a casa; sólo algunos taxis pasaban esperando a que les hiciera la parada, pero es tan relajante caminar a estas horas, es tan agradable disfrutar del poco viento que corre en estas noches de calor del mes de mayo, que no me importó caminar algunas cuadras más.
Mientras andaba lentamente por la acera veía las casas: unas grandes con amplias ventanas y con rejas de acero que parecen prisiones; otras pequeñas con tejados y con puertas de madera; otras, muchas, se han convertido en locales comerciales.
En esos momentos pensaba además en los pendientes del día, en qué había dejado de hacer hoy para hacerlo mañana y qué simplemente dejé de hacer para no hacerlo nunca. Pensaba a la vez en las Olimpiadas, en la quiniela y en las próximas elecciones, mientras, vigilaba el movimiento de la luna, que en esa ocasión se tiñó de amarillo para acentuar el tono bohemio de la noche del de Agosto.
De entre la soledad de la calle, casi frente al Foro Pablo Silva, pude ver un hombre de aspecto demacrado, cansado, tal vez un poco ebrio, que caminaba hacía mi; pasó por un costado sin saludar, sólo mirándome a los ojos, con su cuerpo que se encontraba encorvado, y él caminaba suave, caminaba lento, agonizando, lo demostraba con su respiración, me di cuenta que un perro lo seguía detrás.
Son cerca de seis pasos los que dio el hombre cuando escuché que detuvo su andar, detuvo su respiración, el perro que lo acompaña se regresó a olerme. – les pregunto a ustedes, en ese momento qué se puede hacer cuando te encuentras a un borracho en la calle- sentí frío, mis manos sudaron y mi respiración se detuvo; el hombre se acercó de nueva cuenta a mí, el pestilente olor a mezcal lo delataba y, justo, cuando se paró a mi lado, introdujo su mano a la bolsa y preguntó:
-Joven, tiene un cigarro que me regale,
-Claro que sí señor, respondí mientras sacaba rápidamente la cajetilla de mi pantalón y sintiendo alivio después de escuchar su petición.
-Muchas gracias, respondió el hombre.
-De nada, hasta luego, me despedí amablemente.
Seguí caminando unos pasos después del susto, al voltear, quise ver al hombre y a su mascota, pero me di cuenta que el cigarro estaba en el piso, tirado junto a una mierda de perro...
sábado, 23 de agosto de 2008
Crónica de un paranoico
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