Por: Carlos Alberto Pérez Aguilar
Pasé mi infancia entre paletas y nieves. Tenía la vida que muchos niños deseaban. A la mano, casi como saliendo de las ubres de una vaca que dormía en un congelador, un helado sabor chocolate, paletas de fresa y la inigualable agua de horchata que mi madre me preparaba a mí pero que la vendía a los demás. La verdad esto nunca me pareció, ella me pedía que yo fuera compartido, pero, hasta la fecha, me queda claro que vender no es compartir.
Mi vida infantil la hice así, en un negocio, en un jardín, embarrándome la cara de helado de sabores y recorriendo los negocios de toda la cuadra en el centro de Manzanillo, donde el oficio lo era todo, donde el deber de cada uno de quienes conocí ha hecho que todos, los que aún viven, sigan ahí, en el mismo lugar, guardando la esencia del puerto y estando “por lo que se pueda ofrecer”.
Así era, totalmente libre y aprendí mucho. En la farmacia de Don Carlos le perdí el miedo a las inyecciones, tuve el gusto por los analgésicos y las ansias por el tabaco.
En la tienda de ropa, me quedó claro que sólo hay que comprar cuando se necesita… lo demás son deudas y banalidad.
En la estación “Radio Mundo”, en la segunda planta de la paletería, obtuve el gusto por los micrófonos y por la magia de los medios de comunicación. De niño juraba que para tocar una canción en la radio era necesario que toda la banda fuera a una cabina. Lo que nunca comprendí es cómo cabían ahí. También quise ser locutor, pero nunca me atreví pedirlo.
En la dulcería “La ola verde”, que sólo era una puerta, empecé a entender de economía. Estoy seguro que mientras el precio de los chicles se mantenga, es posible traer algo en la bolsa, o en la boca. Ahí empecé con mi devoción por el mazapán y me quedó claro que de ninguna manera puede valer lo mismo un chicle que un mazapán.
En “Foto Rabí”, un estudio fotográfico del abuelo de mi amigo Álvaro, vencí todos mis miedos al entrar, a escondidas, al cuarto oscuro. El abuelo y el papá de mi amigo nos hicieron creer que dentro había un “monstruo atado”, que tenía los ojos rojos y muy mal aliento, por ello el resplandor que se veía detrás de las cortinas y el olor que emanaba del “cuarto prohibido”.
Don Rabí nunca me enseñó a tomar fotos, ni revelarlas, pero lo que no saben es que cuando ellos salían a comer yo me metía al cuarto oscuro a saludar a ese monstruo de quien aprendí que de instantes son la vida, y que por ello es mejor sonreír.
En la cocina del Chantilly obtuve el gusto por los alimentos, particularmente por las tortas de “frijolitos” con lomo.
Y frente ahí, conocí a Don Jaime, vendedor de periódicos quien me daba trabajo; fue mi primer patrón y literalmente mi grande amigo. Me pagaba dos chicles y un mazapán las dos horas. Lo extraño, mucho. Nunca supe cuándo se fue.
El Cine Puerto
Qué suerte que no existieran las guarderías. Los sábados y domingo, eran siempre de cine; obviamente después de la doctrina, de la fuga a la casa de Luis Reza a jugar Nintendo y de otras tareas, que finalmente ignoraba. No lo entendía, pero ahora sí; la mejor manera de que mi madre podría descansar un poco de mí y de mi hermano Paquito, que ya había nacido, era enviándonos al cine, finalmente, por fortuna para ella, había matiné y permanencia voluntaria. Me enfadé de las palomitas de caramelo.
Los domingos, la función iniciaba con Marcelino Pan y Vino. Creo, sin temor a equivocarme, que la vi más de 30 veces pero extrañamente no recuerdo mucho de ella. Lo que sí recuerdo es la sala, como las de antes, gigantes, con butacas acolchonadas en la que uno se podía dormir, arropados por la oscuridad y el clima que sólo ahí podía encontrarse. Con la paz que el cine da, porque sólo ahí es posible desprenderse de una vida, ser observador y por momentos, sentía que me convertía en Dios, tratando de predecir el final de la historia.
Hoy, el cine ya no existe, muchos negocios han cerrado o cambiado. Todo así se ha esfumado, menos el recuerdo que guardo, las carreras de un lado a otro, la libertad de un niño que alguna vez existió.